“Hay algo peor que la angustia de la página en blanco. Algo peor que no tener ninguna historia que contar: es haber oído demasiadas, y no poder olvidarlas.”
FABIAN POLOSECKI (1964-1996)

miércoles, 12 de mayo de 2010

DARSE CUENTA

Dame algunas certezas y un par de ideas sensatas. Y te seguiré.
Voy a correr hasta que el camino que tus piernas dibujen se pierdan en la boca del horizonte.
Tienes la impronta de los vientos del sur. Tu pelo se parece cada vez más a un arcoiris pintado por prostitutas sonrientes.
Puede que hayas nacido arriba de una montaña y mirando el mar de frente. Tienes cara de eso.
Pero lloras demasiado seguido. Me pregunto si serás de verdad.
Cortar cebolla es la excusa perfecta para soltar lágrimas como un marrano.
Y pensar que amortizas las alegrías como si fueran cuentas bancarias. Las tristezas, piensa,ya se cuidan solas.
Y ese universo que no para de expandirse, te absorve y no te lleva de viaje con él.
Y nosotros, acá abajo, esperamos los designios de tu genio.
Es una lástima que te olvides tan rápido de las promesas que hiciste la última vez. En aquella habitación que olía a todos los tiempos verbales del mundo y, sin embargo, nadie pronunció una palabra.
No te acordaste de las certezas, de la sensatez y del mar que alguna vez te miró de frente.
Sólo dejaste un puñado de lágrimas cansadas. Me di cuenta tarde. Te gustaba más llorar que vivir. Me di cuenta tarde. Nunca supe si eras de verdad.

martes, 11 de mayo de 2010

IRSE


No es que se haya muerto.
Esquivó el balazo y se escondió.
Para siempre.
Esos disparos monosilábicos bañados en tinta.
Siempre duelen, aunque los veas venir a dos cuadras de distancia.
Huyó detrás de su propia sombra.
No hubo entierro, sólo violines transparentes que acompañaron la melodía hueca del silencio.
Creo que nunca estuviste viva, del todo viva.
Eras demasiado irreal para morir.
Te fuiste más que por cobarde, por mera costumbre.
Esa puta costumbre que siempre tuviste tatuada en la piel.
Escapar, esa fue tu marca. Tu particular forma de comprometerte.
No te juzgo, te admiro. No te veo, te siento. Lejos.

domingo, 9 de mayo de 2010

PONÉ MÚSICA


(Escritos, que de haber sido traducidos al inglés en 1944, hubieran sonado en algunas radios de Londres. Noche de lluvia. Esos taxis que llevan gente oculta tras vidrios brumosos, serían los primeros en sintonizarlas.)


Londres, Febrero de 1944. PÉTALOS NEGROS

¿Dejarías que te regale una rosa?
Que tu timidez no opaque mis sanas intenciones
Sólo quiero regalarte una rosa.
¿Cuánto tardarás en responderme?

Quizá no te gustan las flores...
¿Y si intento con un jardín de invierno?

Y me pregunto cómo irás vestida a los velorios, si llevarás anteojos oscuros, vestimenta de luto.

Si algún día, aunque sea por equivocación, aceptas mi rosa... prométeme que no la pondrás en un jarrón con agua.
Eso es más triste que ver a gente bailar mientras tú no puedes moverte.
Prefiero que la lleves a un cementerio y se la dejes de recuerdo a ese muerto que te mirará con los ojos cerrados.

Oh, deja que te regale una rosa...
Que tu timidez no opaque mis sanas intenciones.

Pero no demores tanto, pequeña.
A veces, el tiempo, como las flores que nunca llegan a ninguna parte, se marchita.

¿Y si es a mí a quien tienes que ir a visitar al cementerio?
Con esos anteojos oscuros y esa vestimenta de luto, no llores mi pqueña...
Sólo es una rosa, una rosa que duerme callada.

No llores mi pequeña si no te miro con los ojos cerrados...
Será que aún, no aceptaste mi humilde rosa.
Y ahora, seré yo el que tardará en responder.

Ya creo entenderlo todo.
No quedan sanas intenciones ni tímidas expresiones.
Sólo pétalos negros que no saben dónde morir.

sábado, 8 de mayo de 2010

5x5: VEINTICINCO



Sólo pudimos pintar la cancha con cal el día que le rompimos una pared a los albañiles de la esquina. Nos salieron a correr dos. El petiso llevaba una pala y el flaco que tenía las manos anchas como un frontón, nos apuntaba con la carretilla en los tobillos. Tuvimos que retroceder y entregarnos. Entre los tres no sumábamos la edad del más joven de los fornidos obreros. Eramos muy pendejos para hacernos los guapos o muy lentos para no ganarle una picada a los muchachos de la construcción.
Además de pedirles perdón tuvimos que volver a colocar los ladrillos en su lugar. Les habíamos volteado unos cuatro metros de pared. Ellos nos prepararon la mezcla y nosotros con la espátula pusimos todo en su lugar. La verdad que nos gustó más hacer de albañiles que de vándalos. En un par de horas nos hicimos amigos y nos regalaron un poco de cal en un balde de aceite negro que decía:Texaco.
Con un escobillón viejo, de esos que barren varias hojas de otoño al mismo tiempo con precisión de orfebre sin olvidarse ni una en el camino, pintamos la cancha. Como hicimos el trabajo lento se nos fue secando el líquido blanco, y sólo nos alcanzó para pintar las áreas y los corners. Pero con eso bastaba. Total, eramos tres y necesitábamos un solo arco. En realidad lo único que queríamos era que parezca más real jugar al veinticinco. Esa maravillosa secuencia lúdica que consistía en un par de pases entre compañeros, un solo arco, un cuidapalos agazapado por los yuyos altos, dos pulgas con camisetas que le llegaban a las rodillas y un desafío: Sólo había que tocarla una vez, salvo que hagas dominaditas y tengas la pelota atada.
Había reglas, esas no escritas que valían más que la constitución nacional. No vale fundir, no vale puntín ni gol olímpico. El que la toca con la mano va al arco. Y si te hacen tres veces "veinticinco", una prenda. Las prendas variaban según el dictador de turno, ese líder natural que tenía más voz que el resto. Podían ser varias patadas en el culo,algunas vueltas a la manzana, o simplemente que ponga la casa y nos invitara a todos a tomar la leche. Generalmente, esa moción era la que más adeptos tenía. No era violenta y encima tenía un fin solidario.
El gol de media vuelta valía tres, la palomita quince y la chilenita veinticinco. Cada jugada o movimiento corporal, de terminar en la red, tenía su puntuación. Cuando se llegaba a 25. Chau. Cagaste fuego.
Era difícil que alguien la clavara en el ángulo. Pero qué linda sensación cuando la pelota volaba hacia lo más alto del vértice. Rara vez había red. Pero nos la imaginábamos. Hubiera sido tan lindo ver cómo los piolines se inflaban. Pero no. Los postes eran dos Paraísos firmes y el travesaño una línea imaginaria que se elevaba unos 40 centímetros por encima del arquero.
Y el palo habilitaba. Qué carajo significaba "palovilita". Aún me lo pregunto. Cómo nos gustaba repetir esa frase cada vez que alguien entraba al arco.
Esa tarde pasó de todo. Rompimos la pirca de ladrillos, nos persiguieron, nos amigamos, pintamos la cancha de cal, jugamos al veinticinco, el gordo perdió, no le pegamos patadas en el culo, nos invitó a tomar la leche. Pero nunca tenía leche en la casa. Fuimos a comprar. Con $3 nos traíamos un saché de leche y una bolsa de bizcochos que cargábamos entre dos. Después se hacía de noche. Nos iban llamando, a los gritos, desde adentro de casas con persianas cada vez más bajas para que hagamos la tarea. Volvíamos, a eso de las siete, con la cara sucia, las zapatillas embarradas y la boca llena de migas.
Yo siempre me guardaba unas monedas en el bolsillo para pasar por el kiosco. Como el jubilado que antes de volver a su casa, le juega unos pesos a la quiniela. Ese último intento del azar antes que el día se acueste.
El kiosco de la vieja que tenía un loro hablador sobre la heladera, era mi quiniela. Era mi apuesta diaria. Mi jugada preferida.
25 centavos era una fortuna. Con eso me podía comprar hasta cinco chicles Bubbaloo. Esos que tenían un juguito dulzón que se colaba en las encías, te daba escalofrío y te tiritaba hasta el pupo. Disfrutaba caminar despacio. Hacer eterno ese retorno aunque falten pocos metros. Masticaba mientras pateaba las piedras que iban apareciendo. Algunas eran empujadas hasta la puerta de mi casa.
Siempre iba mirando hacia abajo, con los ojos fijos clavados en la calle de tierra. Y cuando me cansaba, levantaba la vista y ya faltaba poco para llegar. No podía hacer nada ante semejante cercanía. El barrio era así, como la palma de la mano hecha por esquinas y veredas en lugar de dedos y uñas.
Menos mal que media cuadra antes de doblar para mi casa, el chicle ya no tenía gusto. Qué suerte que el sabor de los Bubbaloo duraba tan poco, no más que cinco cuadras.
Entonces me quitaba el chicle de la boca, ya sin gusto, y lo transformaba en pelota. Ahí era donde verdaderamente dejaba de mirar el piso y levantaba la cabeza, como una lechuza que vigila el andar del viento. Cuando el chicle ya era una circunsferencia perfecta, bien amasijada y librada de saliva, lo arrojaba al cielo, y una vez que el Bubbaloo con forma de pelota sin gusto, flotaba en el aire, justo antes de caer al suelo, la agarraba de bolea, a media altura y le pegaba con toda la fuerza que guardaba en el empeine derecho. Siempre pensaba lo mismo. Si hubiera un arco, sería un golazo.