“Hay algo peor que la angustia de la página en blanco. Algo peor que no tener ninguna historia que contar: es haber oído demasiadas, y no poder olvidarlas.”
FABIAN POLOSECKI (1964-1996)

domingo, 25 de enero de 2009

SERVILLETAS DE PAPEL




Te voy a ver por última vez el primer día que nos veamos.
Llegaré temprano, unos veinte minutos antes que vos. Con la primera servilleta que agarre, haré un avioncito. Me va a salir horrible. Nunca pude hacer un buen avioncito de papel. Con la segunda haré un bollo que terminará haciendo las veces de pelota de fútbol. Entre el vaso de agua y la taza de café se ubicará el arco. Mis dedos en forma de V intentarán atajar los disparos de un tincazo impulsado por la mano derecha.
La tercera servilleta me la voy a guardar en el bolsillo, a modo de pañuelo. Y la cuarta la voy a dejar en la mesa para ir haciendo garabatos.

El bar está desierto y el mozo tiene tiempo hasta para elegir qué moco hurga primero.
La silla en la que descargo mis 68 kilos pisa con sus cuatro patas una puerta de madera que da a un sótano. Allí se guardan bebidas, sándwiches de miga y botellas de aceite.
Las agujas del reloj que cuelga de la pared marcan desde hace cinco minutos las 11 y 15. Y dentro de un rato, seguirán formando ese ángulo de 90 grados, casi perfecto.
La servilleta destinada a los garabatos inútiles cobra forma. El Seyko de la pared descascarada se refleja con un trazo inseguro. Y debajo, en letra cursiva, se lee: son las 11 y cuarto.
El mozo, que había terminado la expedición táctil por su nariz, se acerca a la mesa y me trae la cuenta. “A las 12 cerramos”. Le dejé cinco pesos y me fui. No sabía qué hora era.

Llovía tanto que bajaste del taxi con el paraguas abierto. Eran esas noches en que pisas más charcos que baldosas y el pelo te queda liso y transparente como un vaso repleto de agua.
Tus botas eran grises y puntudas. Mis zapatillas tenían un agujero justo donde se aloja el dedo gordo. Llevaba los cordones libres de cualquier nudo represivo. Me tropecé dos veces por otorgarle a los pies semejante libertad. En una esquina mis cordones sueltos se vieron cara a cara con su primo lejano, el cordón cuneta. Dormía, inmutable, en su cama de cemento. Recibió cuatro pisotones apurados. Está acostumbrado a que lo pisen y escupan. Lo escupen siempre desde arriba. A veces en forma de aerosol, otras, en formato de munición gruesa. No hay pariente que de él se apiade.

Los bancos de la plaza seguían mojados y no teníamos plata para entrar a otro bar. Sequé uno con el antebrazo derecho, era verde y tenía los apoya brazos de bronce. El respaldo estaba regado por vicisitudes de palomas itinerantes y rayado por iniciales de nombres de parejas, que una noche cualquiera se dijeron cosas al oído.
Ocupamos entre los dos un tercio de madera. Me pidió un pañuelo, y le ofrecí mi servilleta. Me pidió la hora y le di mi otra servilleta. “11 y cuarto",¡qué temprano!
Acostados en el banco de la plaza, al que ya le habíamos robado toda su extensión, miramos fijo a una luna naranja y mojada que se abría paso entre nubes. Formábamos, entre nuestro eje horizontal y la luna, otro ángulo de 90 grados.
Como si de una clase de geometría se tratara, le sugerí que cerrara los ojos y se imaginara que un compás gigantesco trazaba una línea entre nosotros y aquel redondel que no nos sacaba los ojos de encima. “La diferencia entre los bares y la luna, es que la luna no cierra nunca”, me dijo.”¿Sabés porqué?, le pregunté. “Porque no tiene relojes ni agujas que le pongan horarios.” “Como nosotros”, siguió ella, mientras hacía un bollo a la servilleta que le decía que todavía faltaban cuarenta y cinco minutos para la medianoche.

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