La calle Franklin ya no tiene charcos ni pozos. Los fundamentalistas del progreso dieron por terminada la aventura que significaba transitar por sus embarradas entrañas los días de lluvia.
Un lenguetazo de asfalto borró por completo cualquier indicio de polvo con gusto a barrio. A lo largo de 100 metros hay dos lomos de burro, barrera artificial que frena los impulsos velocistas de los conductores de turno. Ya no hay más carrera de bicicletas, rodillas peladas, ni arco a arco con una pelota que pica imperfecta. Los recuerdos de una cuadra que sabía de qué trataba la infancia es sólo eso, un recuerdo. Nubarrones imaginarios de tardes eternas que no sabían de principio ni fin. El tiempo; en aquellos años de fútbol, bicicleta y trepada de árboles, era circular como una naranja. Lo exprimíamos todas las tardes, a toda hora, en cada rincón de la calle que lleva el nombre del padre de la electricidad.
Un muro blanco con aires de superioridad se levanta, imponente, ante el paso de los vecinos. Un portero eléctrico y una cámara de seguridad miran fijo, como estatuas atentas. Sus rostros duros, mecánicos e instrumentales parecen administrar el derecho de admisión de quien quiera visitar la casa que tiene tatuada en su pórtico un nombre sugestivo: La Nostalgia.
Un lenguetazo de asfalto borró por completo cualquier indicio de polvo con gusto a barrio. A lo largo de 100 metros hay dos lomos de burro, barrera artificial que frena los impulsos velocistas de los conductores de turno. Ya no hay más carrera de bicicletas, rodillas peladas, ni arco a arco con una pelota que pica imperfecta. Los recuerdos de una cuadra que sabía de qué trataba la infancia es sólo eso, un recuerdo. Nubarrones imaginarios de tardes eternas que no sabían de principio ni fin. El tiempo; en aquellos años de fútbol, bicicleta y trepada de árboles, era circular como una naranja. Lo exprimíamos todas las tardes, a toda hora, en cada rincón de la calle que lleva el nombre del padre de la electricidad.
Un muro blanco con aires de superioridad se levanta, imponente, ante el paso de los vecinos. Un portero eléctrico y una cámara de seguridad miran fijo, como estatuas atentas. Sus rostros duros, mecánicos e instrumentales parecen administrar el derecho de admisión de quien quiera visitar la casa que tiene tatuada en su pórtico un nombre sugestivo: La Nostalgia.
Creo que Sabina tiene razón: “Al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver.”
Ya nada es como antes. Nada. Ni las calles que parecían eternas. Sólo en el recuerdo, pendiendo de un hilo, aferrado a un cacho de tierra, a una baldosa rota, a una vereda herida, se mantiene, incólume, ese pedazo de vida barnizado en sepia que se resiste a morir.