“Hay algo peor que la angustia de la página en blanco. Algo peor que no tener ninguna historia que contar: es haber oído demasiadas, y no poder olvidarlas.”
FABIAN POLOSECKI (1964-1996)

domingo, 21 de febrero de 2010

EL ASESINO ILUSTRADO (IV entrega)

La periodista comenzó a sentirse mal, hizo un par de arcadas primero y el desenlace fue previsible. Humedeció la mesa de un líquido amarillento.
- Vomitó su esencia, quédese tranquila. No está mal expulsar el amarillsimo del alma de vez en cuando. Métase los dedos tres veces por semana para purificar el alma. Yo lo hice durante muchos años, después de leer sus columnas de domingo.

Se excusó y fue al baño. Volvió pálida como un paquete de harina y sostuvo su cuerpo flácido apoyándose sobre el respaldo de la silla.
- Además de asesino, es usted un maleducado. Ojalá se pudra aquí adentro.
- Pero señora… ¿Usted se fijó bien en la cara de la gente cuando camina por la calle? ¿No le ve cara de asesinos a todos? ¿No cree que cada ceño fruncido es una bala alojada en la conciencia, que cada puño cerrado es un gatillo a punto de disparar? Piénselo, no creo que haya más inocentes que culpables.
Eso quedó grabado.
Se acomodó su rodete y comenzó a señalarme con el dedo. Era ella, no había dudas que era ella. Como si me apuntara con su columna dominical, era inconfundiblemente ella, como si escupiera ríos de tinta edulcorado con dogmas que huelen a naftalina. Me seguía señalando, ahora la voz se levantaba como un enano que crece de golpe, yo seguía mirándola, sentado en mi trinchera. Otra vez el dedo en alto, con su estilo inquisidor, un dedo índice (de la mano derecha) que parece portar en su yema toda la verdad del mundo.

Apagó el grabador y me sentí en el aire. Sé que era uno solo, pero yo me sentía dos personas en una. Por un lado está el hombre que le miró el culo a la periodista que se acaba de levantar de la silla, y por otro lado está el hombre que se metió dentro de su rodete sin que ella lo intuyera.
Ese segundo hombre es el encargado de ahora en más de vigilar todos sus movimientos, de perseguirla, de acompañarla, de guiarla, de atosigarla. De soplarle en la nuca hasta dejarla sin aliento. De ayudarla a vomitar tres veces a la semana.
Y el primer hombre, el que tiene el codo hundido en la mesa y cuyos ojos cuentan las gotas que caen detrás de vidrios rotos con forma de óvalo, se quedó elaborando teorías sobre la mujer que acaba de partir.
A esa mina le falta algo, pensé. Se la veía desprotegida, temerosa. Más sola que una maleta en la cinta de un aeropuerto de madrugada. Me moría de ganas por ir a abrazarla. Pero preferí mantener la distancia, la prudente y objetiva distancia que separa al asesino de su propia víctima, de su futura presa.

Armando giró la cabeza y vio desde el fondo del salón toda la escena. Ya se había quitado su bozal de cinta, pero seguía subiendo y bajando la mano derecha como un autómata. Me di cuenta que no estaba tan solo como creía.

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