“Hay algo peor que la angustia de la página en blanco. Algo peor que no tener ninguna historia que contar: es haber oído demasiadas, y no poder olvidarlas.”
FABIAN POLOSECKI (1964-1996)

jueves, 18 de septiembre de 2008

EL PÁJARO QUE BOICOTEÓ SU PROPIO SUEÑO


El día posterior a la noche que soñé que había muerto, mis sábanas estaban en el piso y la almohada echa un bollo junto a la mesa de luz. Las persianas estaban levantadas y las cortinas corridas. Siempre me gustó dormir con la luna alumbrando la punta de mi cama, y al otro día, que el sol bofetee al balcón que frota sus manos para no desaparecer del frío. Nunca, ni en los días más crudos del invierno, bajé la persiana. Desde “Loco” hasta “anormal” me han dicho de todo por el mero hecho de no querer darle rienda suelta a una persiana de rollo.¿Sabrán esos “juzgadores de turno” que el sistema de polea de mi ventana hace como cuatro veranos que no funciona?
Justo ahora que sólo me rodea el cemento, vengo a soñar con la inmensidad de la naturaleza. El sueño fue largo y confuso, pero tenía momentos de una claridad asombrosa. Soñé con un jardín verde giratorio, lleno de canteros sin flores y con fuentes sin agua. Había un árbol muy alto, con hojas verdes sólo en lo alto de su copa, que arrojaba una sombra que cobijaba a un cuerpo delgado que yacía junto a las raíces. Soñaba que estaba soñando en esa tarde calurosa para todos, pero fresca para mí. Esos metros de tierra negra condimentadas de gramilla amarillenta eran como una jarra de limonada taponada de hielos que, parada sobre mis hombros, aliviaban el sofocón.
Era una siesta que pintaba larga. Todo hacía pensar que aquella permanencia horizontal era algo así como el sueño más largo que una persona puede tener mientras respire, tome café y vaya a la cancha los domingos. Es decir, una tarde crepuscular con pretensiones de inmortalidad para un tipo demasiado normal, demasiado mortal.
Si hubo algún pájaro que se posó en mi hombro mientras soñaba que dormía, no me acuerdo. Es que estaba durmiendo, ¿ Cómo pretendo acordarme?
Sucede que soñaba que un pájaro me silbaba al oído. Nunca lo vi, sólo lo imaginé. Tenía la cara de un ruiseñor, a lo mejor era un mísero gorrión, pero cantaba tan entonado que mi inconsciente compró la idea del ruiseñor con voz grave. Fue puro marketing. Sus alas tenían forma de piano y las patas eran las verdaderas piernas de algún tipo de cara extraña, con anteojos negros y manos con anillos dorados, que tocaba con envidiable concentración. Cantó poco. O se olvidó la letra o se tenía que ir a otro recital. La cuestión es que a los pocos minutos se fue en raudo vuelo y dejó el eco de su voz mientras tomaba altura. Se alejó tan rápido que ni siquiera se despidió del público. Sospecho que no le interesó. Ahí mismo sonó el maldito despertador. 8.25. ¿Habrá tenido aquel hombre desgarbado que intentaba dormir su siesta eterna a alguien que le palmee el hombro por si se quedaba dormido? No imagino despertadores en aquel árbol de la sombra onírica. A menos que el mismo pájaro que decidió volarse de mi hombro se de una vuelta por el pasto frío donde la limonada ya se evaporó y ahogó a más de una hormiga. El zigzagueo permanente de las alas que juegan a las escondidas con el viento hará oír una música que invitará a poner rec al primero que despierte. El cantante con cara de ruiseñor o el gorrión con voz de barítono lograrán lo que él nunca se imaginó. Que podría despertar de aquel sueño eterno.
El balcón ya terminó de bostezar y tiene los pies iluminados. La persiana que nunca se bajó deja ver el picotear incesante de un ave rara, que no es ni una paloma, ni un canario, ni un gorrión. Lo más seguro es que se trate del mismísimo cantor que por las noches se pone el frac y se sienta al piano, y de día picotea migas y deambula de balcón en balcón.

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