“Hay algo peor que la angustia de la página en blanco. Algo peor que no tener ninguna historia que contar: es haber oído demasiadas, y no poder olvidarlas.”
FABIAN POLOSECKI (1964-1996)

domingo, 6 de enero de 2008

La hija del militar


-Verano del 76-

Cuando pasé frente a la casa de los Solórzano, una postal escalofriante me hizo dudar. No sabía qué hacer. A esa altura, casi en la puerta de entrada, no tuve muchas opciones: Una inesperada ristra de reposeras, apostadas una enfrente a la otra, con parientes recién llegados de Rosario, me miraron absortos. Llevaba en mi mano derecha unos jazmines recién cortados de la plaza Mitre. Me sentí como un dinosaurio parado frente a un grupo de paleontólogos que estudian a la presa absortos de su existencia. No habrán sido más de 10 personas, pero sentí el apabullamiento de 100 ojos y 200 manos que apuntaban hacia mí.
Era una costumbre, más festejada por la visita que por el huésped, que se practicaba cada verano. Las estadías eran largas y pegajosas, como aquella noche de enero. Era un compromiso casi ineludible. “Cuando vos querés ir a Rosario, ellos te reciben de la mejor manera”, le decía siempre la madre de Noelia a Don Dante, cuando éste rezongaba por semejante invasión genealógica.
Noelia se levantó como un resorte de aquella silla con tiras amarillas compradas en Mar del Plata un verano cualquiera de la década del setenta.
“No te esperaba tan temprano”, acotó Noelia cuando un murmullo indescifrable se había apoderado del ambiente. Me dio un beso en la mejilla, tibio como un mate sin actividad. Un tipo alto, de espaldas anchas como una avenida, el pelo recién lavado, ordenado bajo una estricta raya al medio y una mirada inquisidora, me tendió la mano. “Un gusto caballero”, me dijo el General Dante Solórzano apretándome la palma de mi mano con un movimiento en seco y aplastante. Fue como una morza de carne y hueso que paralizó mi sangre.
Las miradas recorrieron de punta a punta aquel pedazo de vereda de la calle Vieytes. Me sentía invadido por una docena de pupilas juzgadoras a punto de salirse de su órbita por hacer público sus pensamientos.
“Me voy a tomar un helado, vuelvo en un ratito”, aclaró ella. “Buenas noches, buen provecho”, finalicé, mientras observaba cómo la Tía Elvira se devoraba un sándwich de miga doblado en dos partes como si fuera un papel de borrador.
Luego de tanta intimidación pública, tras doblar en la esquina a la derecha, siempre a la derecha, la tomé de la cintura y le di el primer beso en la boca. Fue un beso subversivo, a la inconsciente distancia de media cuadra. Intuí que podían llegar de parte de ella las disculpas correspondientes por la incomodidad del momento. Intenté tapar aquella concatenación de palabras de compromiso, por algo más espontáneo, un beso nervioso de un muchacho inexperimentado. No le dí tiempo a que lo pensara, fui directo a su boca. Suspiró. Siguió mis impulsos unos segundos y se dejó llevar unos instantes, pero no me dejó avanzar mucho más. Para mí había sido una gran conquista. Como buena hija de militar, me tanteó la cintura como si fuera un cacheo de rutina, y puso fin a una apuesta demasiado ambiciosa ante semejante conservadorismo maquillado de niña. "Acá no", susurró. Sólo encontró en mi bolsillo trasero unos pétalos marchitados de un jazmín ajeno. Lo sentí como un triunfo. Cruzamos la avenida Islas Malvinas y pasó su brazo por mi cintura. Era feliz. Amor clandestino arrebatado de los brazos del horror. Fue, como un escupitajo de borrego en el vaso de whisky de un General que madruga a las 6 de la mañana sólo para cumplir su rutina castrense y golpearse el pecho mientras grita: ¡Viva la patria!

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Bien puesta, cada letra tiene razón de ser. emocionado. abrazo a la distancia.

Leila dijo...

Sin palabras! Excelente cuento!

Van mis FELICITACIONES al autor y , ya que a usted le gustan los brindis, ...brindo por los besos subversivos y los que se animan a darlos!!