“Hay algo peor que la angustia de la página en blanco. Algo peor que no tener ninguna historia que contar: es haber oído demasiadas, y no poder olvidarlas.”
FABIAN POLOSECKI (1964-1996)

lunes, 21 de enero de 2008

LAS HORAS

En un sillón de dos cuerpos con almohadones tejidos a mano, y bajo una higuera que huele a dulce casero, pasa sus tardes. A sus 90 años no tiene más opción que esperar allí a que uno de sus tres nietos lo vaya a visitar. Sus piernas son finas como dos fideos, sus manos tienen la marca de su pasado de vidriero: las palmas son rugosas como aquellas lijas que vendía en la ferretería del pueblo. Los años hicieron que su figura se encorvara, un bastón de madera marrón con un caballo tallado en metal sobre la punta lo ayuda a mantenerse en pie.”Parece que estuviera viejo uno” rezonga siempre en clave humorística cuando quiere pararse. Cuando lo logra, guiña un ojo y regula su audífono para no escuchar reproches de terceros. Es sordo como una tapia, todo lo interpreta pacientemente leyendo los labios o con gestos universales. Lleva una boina beige sobre su calva cabellera, dice que es para protegerse del frío, pero recuerdo vérsela puesta en una tarde asfixiante de enero. Tiene cejas anchas como peineta de peluquera, y su frente de venas bien marcadas luce lustrosa. Sus ojos color miel son casi imperceptibles, se esconden detrás de unos anteojos de marcos gruesos que parecen revestidos en cemento. Siempre se viste igual: Pantalón gris, camisa a cuadros y chaleco azul, unas borceguíes tipo cowboy, y un pañuelo blanco que sobresale del bolsillo trasero del pantalón. Lo guarda arrugado, echo un ovillo, con la punta siempre asomando hacia fuera, como para no tener contratiempos ante algún estornudo imprevisto. Sobre su mano izquierda reluce su alianza de 55 años de casado, y un viejo reloj Seikyo de pulsera que hace años no marca la hora. Desde que falleció Lidia, su mujer, para él el tiempo se detuvo. Son, desde aquel diciembre de 2004, las 14.55.

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